11/03/2007

Parte de memoria de guerra y revolución. 1936-2007


Cuando los nacionales entraron en Barcelona en 1939, mi tío apenas adolescente respiró hondo. En los primeros días de guerra y revolución, asesinado el mosén Carlos., había salvado la vida obedeciendo la imperativa orden de dos vecinas surgidas de la vorágine miliciana para que saliera de la acera y caminara por la calzada, monaguillo de mierda como por ellas fue insultado. Pasados aquellos primeros días de guerra y revolución, amparados por complicidades catalanas y castellanas, a través de Santa Coloma había guiado obedeciendo a mi abuelo a gentes de orden camino de Francia que, asustadas, acosadas, no siempre huían con la conciencia tranquila pero si con la seguridad de que si todo fallaba serían víctimas; ¡cuántas veces pasadas las noches ocultos los huidos en la vaquería de la Sempruniana -colectivizada los primeros días, camuflaje perfecto toda la guerra y revolución- las madrugadas partían camino de Vic!. A veces, simulando paternidad, un huido llevaba una niña en brazos: mi madre. A veces, sobre todo aquel otoño del 38, temblando clandestinos al impactar las bombas liberadoras que de momento mataban a propios y extaños. Mi tío había respirado hondo también ese otoño. Había vuelto a salvar la vida al precio de dos dedos de la mano derecha con lo que evitó sin querer su forzoso reclutamiento en última instancia en la quinta del biberón. Para colmo, en la clínica del doctor Trueta le dijeron a mi tío que podía estar contento con los muñones recién cosidos pues, al poco del accidente, una de esas bombas había acertado de pleno en la cortadora que había estado limpiando y engrasando como medio de sustento y matado a los obreros del taller arrinconados por la acción de la Aviación de Mallorca. Pero, al fin, todo había pasado, llegaba la paz, o eso parecía, y de un tren de Auxilio Social mi tío se agenció de medio saco de patatas con el cual corrió a casa para descargarlo en la mesa de la cocina donde mi abuela pronto hizo caldero de viudas con que aplacar el hambre. De la toma de venganza ya se encargaban otros en aquellos días de victoria; de ello, como de lo sufrido anteriormente, no se hablaría, apenas, jamás. Mi tío pensaba en cómo retomar sus estudios -lástima de mano lisiada, a la que habría que entrenar para poder volver a dibujar- sin dejar ya de trabajar en las máquinas cortadoras o donde fuera en las fábricas y talleres. Tal vez podría alcanzar a ser, si no militar o delineante, como le había confesado querer ser de mayor al mosén Carlos antes de la guerra y revolución, al menos pulcro oficinista, sobre todo si aún tullido aprendía a escribir a máquina. Pero en días sucesivos mi tío tuvo ocasión de respirar hondo muchas veces más. Por ejemplo, aquel primer domingo en misa en la iglesia vuelta a consagrar, cuando vio a las dos vecinas ya contritas, de hinojos tocadas con breve mantilla rezando quien sabía ya por qué pecados pasados y, tal vez, futuros. Por ejemplo, también, cuando mi abuelo, veterano de la campaña del Kert y quintacolumnista efectivo en la Barcelona de la guerra y revolución, fue denunciado secretamente -¿tal vez las dos vecinas?- ante las autoridades nacionales por haber sido visto armado en el verano del 36, precisamente cuando acarreaba ante los ojos de todos en guía del camino de la vaquería de la Sempruniana a los primeros huidos, asustados, acosados, en aquellos primeros días de llamas. Y respiró hondo cuando mi abuela respecto de las vecinas le dijo que las dejara estar, y volvió a respirar hondo, muy hondo, cuando mi abuelo regresó a casa tras ser exonerado de todo cargo en la Vía Layetana, con todos los pronunciamientos favorables porque quiso la suerte que el comandante B. huido asustado y acosado se hubiera presentado en casa para saludar victorioso encontrando a mi abuela llorosa junto a la Sempruniana y su marido ignorantes sobre cómo sacar a mi abuelo del entuerto. Tal vez mi abuelo pagara con aquella maledicencia la espectacular entrada que hizo en Santa Coloma camino de su casa -única celebración que se permitió de la victoria- acompañado de un moro viejo de regulares, amigos de por vida tras haberse tiroteado en la del Kert y vueltos a reunir tras el desfile en el Paseo de Gracia en el que se tomara la foto inserta del capitán V-C... nunca se me aclaró del todo si, contraviniendo las normas de mi abuela y del Islam, ambos amigos llegaron beodos con una pata de cordero o punta de jamón con las que complementar el caldero de viudas que proveyera el medio saco de patatas que trajera mi tío. El caso es que mi tío seguiría respirando hondo no pocos días hasta su muerte, en 1979, cuando, relatando brevemente estas cosas al discutir con un sobrino apenas adolescente a propósito de las preeminencias debidas sobre orden y libertad, sobre libertad y orden, llegó a soportar alguna inmerecida invectiva aun habiendo reconocido que toda guerra y revolución, aunque esta fuera la suya y estuviera pendiente, sólo abría camino hacia los abismos del mal. Todavía recuerdo el día de su entierro, cuando por hacer hueco para su ataúd, hubo que reducir los restos acumulados de tantos cadáveres como reposaban ya en el nicho familiar. El único que no pudo serlo fue el de mi abuelo momificado desde 1959, razón por la cual conocí su estampa y presencia de casi dos metros de altura, apoyado en la pared mientras que los sepultureros, diligentes y acostumbrados, hacían su trabajo. Desde entonces se por qué, a veces, respiro hondo.

1 comentario:

Abu Saif al-Andalusi dijo...

Jorge,
Muchas gracias por compartir este testimonio tan personal con nosotros. La meoria histórica, cuando tiene nombre y apellidos, una cara, y necesidades tan primarias como la de comer, se convierte en algo tangible, humano y comprensible.
Al final, a pesar de todo, los encuentros y las coincidencias que nos unen al 95% de los españoles son infinitamente más profundas y fuertes que las minucias que nos separan, cuando sabemos hacia donde hay que ir...
Un abrazo
Luis