Debió ser en 1977, o tal vez al año siguiente, cuando la lectura de Juan Goytisolo en “Señas de Identidad” despejó en este cronista toda duda sobre la existencia de un fondo maligno -por lo demás común en la condición humana- presente en aquel franquismo que Amando de Miguel había calificado ya entonces, como disculpándolo, de sociológico.
El impacto moral de la descripción casi impresionista de cómo los hijos beneficiarios del régimen bailaban y se magreaban en los cementerios donde reposaban los caídos por Dios y por España se me fijó de una vez y para siempre. A partir de eso, todo mal era posible…
Juan Goytisolo ha sido desde entonces un autor de referencia personal: sus memorias son imprescindibles, en tanto que vivencia de un nieto de la alta burguesía barcelonesa, y aditamento precioso para comprender las novelas, escritas desde otros barrios no menos condales, por Juan Marsé. No cabe la menor duda de que la inquina contra Juan Goytisolo desde la derecha española tiene casi todo que ver con esas descripciones e introspecciones, por lo demás tan veraces: cualquier lector de las mismas tiende a asociar el franquismo sociológico que refleja Juan Goytisolo con la tolerancia y la protección de la pederastia.
Pero en relación con el mundo que existe más allá de nuestros particulares y comunes barrios españoles, la lectura de los textos y el visionado de los documentales de Juan Goytisolo tienen el efecto de consolidar, en este admirador suyo, percepciones muy alejadas de las tesis del autor.
En 1981, la calificación del golpe de Estado como conjura del sector turístico para mantener la imagen cañí de España, si divertida, no dejaba de resultar banal. El esteticismo homosexual del capítulo sobre los baños de Estambul de su serie documental Alquibla, producida por RTVE, parecióme una reedición aceitosa de los delirios culturistas de Leni Riefenstahl, persistentes en el auge y tras la caída del nazismo. A medida que Juan Goytisolo iba comentando las guerra sin fin del Oriente Medio y las reanudadas guerras balcánicas en el decenio de los 90 resultaba evidente que su pasión visceral le hacía errar –cuando no mentir por activa o por pasiva- en no pocas de sus proposiciones y afirmaciones: llegó a afirmar que el bosnio musulmán había sido el pueblo más pacífico de Europa.
Cuando ahora se conmemora el septuagésimo aniversario de la guerra civil española, Juan Goytisolo pasa de puntillas una vez más sobre el otro alzamiento nacional de 1936, negando que los árabes de Palestina tuvieran algo que ver con el Holocausto en su “La fuerza de la razón y la razón de la fuerza”, publicado en El País hoy, 5 de agosto de 2006. (*)
El impacto moral de la descripción casi impresionista de cómo los hijos beneficiarios del régimen bailaban y se magreaban en los cementerios donde reposaban los caídos por Dios y por España se me fijó de una vez y para siempre. A partir de eso, todo mal era posible…
Juan Goytisolo ha sido desde entonces un autor de referencia personal: sus memorias son imprescindibles, en tanto que vivencia de un nieto de la alta burguesía barcelonesa, y aditamento precioso para comprender las novelas, escritas desde otros barrios no menos condales, por Juan Marsé. No cabe la menor duda de que la inquina contra Juan Goytisolo desde la derecha española tiene casi todo que ver con esas descripciones e introspecciones, por lo demás tan veraces: cualquier lector de las mismas tiende a asociar el franquismo sociológico que refleja Juan Goytisolo con la tolerancia y la protección de la pederastia.
Pero en relación con el mundo que existe más allá de nuestros particulares y comunes barrios españoles, la lectura de los textos y el visionado de los documentales de Juan Goytisolo tienen el efecto de consolidar, en este admirador suyo, percepciones muy alejadas de las tesis del autor.
En 1981, la calificación del golpe de Estado como conjura del sector turístico para mantener la imagen cañí de España, si divertida, no dejaba de resultar banal. El esteticismo homosexual del capítulo sobre los baños de Estambul de su serie documental Alquibla, producida por RTVE, parecióme una reedición aceitosa de los delirios culturistas de Leni Riefenstahl, persistentes en el auge y tras la caída del nazismo. A medida que Juan Goytisolo iba comentando las guerra sin fin del Oriente Medio y las reanudadas guerras balcánicas en el decenio de los 90 resultaba evidente que su pasión visceral le hacía errar –cuando no mentir por activa o por pasiva- en no pocas de sus proposiciones y afirmaciones: llegó a afirmar que el bosnio musulmán había sido el pueblo más pacífico de Europa.
Cuando ahora se conmemora el septuagésimo aniversario de la guerra civil española, Juan Goytisolo pasa de puntillas una vez más sobre el otro alzamiento nacional de 1936, negando que los árabes de Palestina tuvieran algo que ver con el Holocausto en su “La fuerza de la razón y la razón de la fuerza”, publicado en El País hoy, 5 de agosto de 2006. (*)
El 7 de mayo de aquel año crucial los árabes de Palestina iniciaron una huelga general armada. La Conferencia de El Cairo de 1920 había generado una paz falsa que dio paso a la guerra sin fin de Oriente Medio vivida hasta hoy. La rebelión árabe frente al Imperio Turco en el también crucial año de 1917 marcó el inicio de la aceleración de la historia de la civilización islámica, tras haber dormitado durante siglos, en renovada fricción con los valores e intereses de la denominada civilización occidental.
Palestina era un territorio denominado así internacionalmente sólo desde 1919, por culta iniciativa de los latinizados oficiales británicos –y franceses- al finalizar la Primera Guerra Mundial. Aquel alzamiento, como no termina de documentar Juan Goytisolo, señaló un hito en la maduración de los sentimientos nacionales de los árabes residentes en Palestina, inferior desde luego al de los judíos también residentes en ese territorio desde siempre, cuyo refuerzo en número se debió a una inmigración que había sido apoyada ya por el Imperio Turco desde finales del siglo XIX para compensar el ya entonces creciente abandono árabe del campo a favor de las ciudades y del mundo otomano para hacer las Américas.
Eran tiempos en los que en todas las patrias de la Europa que va desde los Urales a los finisterres atlánticos se les decía a los tozudos judíos “iros a Palestina”. Incluso entre 1919 y 1936, muy pocos de los judíos de Europa habían decido emigrar allí, prefiriendo como los árabes del Levante Mediterráneo hacerlo hacia las Américas. En la memoria de Israel queda hoy –con las inevitables consecuencias psicológicas y políticas- la constatación de que sólo sobrevivieron los judíos que salieron de Europa.
Armas en mano, en defensa de sus intereses imperiales, los británicos apaciguaron Palestina a partir del 30 de julio de 1936. Cumplían así con su compromiso legal con el mandato de la moribunda Sociedad de Naciones, antecedente de las Naciones Unidas. Hasta el mismo año de 1939, solapados por la atención eurocéntrica a la guerra en España y a las crisis en Europa Central, los ataques de los árabes de Palestina fueron apoyados por razones geopolíticas y geoestratégicas por los nazis. El Gran Muftí de Jerusalén, su líder, halló refugio en el Irak de Rashid Ali, líder nacionalista árabe también sustentado por Hitler.
Este, tras la campaña británica de Irak de 1941, terminó acogiendo al Gran Muftí en Berlín, desde donde activamente trabajó en el reclutamiento en los Balcanes y en el Caúcaso de musulmanes al servicio de la Wehrmacht y, sobre todo, de las SS. Su predicación pro nazi y anti judía caló entre los bosnios musulmanes pacíficos que decía Juan Goytisolo y, entre otros pueblos caucásicos, en los chechenos a los que también nuestro novelista ha dedicado las mejores defensas.
Tras el fin de los nazis, el Gran Muftí se negó a reconocer junto, al resto de líderes árabes e islámicos, el resultado de la votación en Asamblea General de las Naciones Unidas de la resolución 181 de noviembre de 1947 que preveía la creación de sendos Estados, uno judío y otro árabe, en Palestina…
Curiosamente, el Gran Muftí, tío de Yaser Arafat, desde su final exilio en Beirut, jalonado por frecuentes visitas a El Cairo nasserista, fue conferenciante asiduo en la España oficial y oficiosa durante los decenios posteriores hasta su muerte en 1974. Desde luego, entre sus contertulios y oyentes en España no debió encontrarse, ni siquiera por curiosidad, Juan Goytisolo…
De otros, si parece que hay constancia. Desde luego, no se presentan públicamente como antisemitas y mucho menos como franquistas. ¿Sus señas de identidad?: tienden a tolerar y proteger a quienes usan, forzándola, de la infancia como excusa y escudo.
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