El 19 de agosto, precipitada por los comunistas desesosos de consolidar su poder frente a De Gaulle y sus fuerzas nacionales coaligadas, se inició la insurrección de París, acaso la más celebrada y mitificada. El hecho cierto es que De Gaulle presionó lo suficiente como para que Eisenhower autorizara el envío de la 2ª División Blindada francesa y de la 4ª de Infantería de los EE.UU. a liberar la ciudad. El éxito político de De Gaulle la noche del 24 al 25 de agosto derivó en una rémora logística para los Aliados: alimentar París privó de combustible con el que profundizar aún más en la ruptura del frente occidental. En opinión de muchos, el colapso nazi se retrasó.
El 1º de agosto, el Ejército Nacional polaco había promovido la insurrección de Varsovia. El objetivo era liberar por sus propios medios la capital y forzar políticamante el apoyo de los Aliados occidentales para lograr el respeto a la independencia nacional polaca por parte de los soviéticos, que ya tomaban posiciones sobre el Vístula. Stalin fue implacable: la lógica geoestratégica y militar le llamaba a consolidar su posición en el flanco de los Cárpatos antes del avance final sobre Alemania; su lógica geopolítica, le dictó dejar que los alemanes y sus tropas auxiliares del Este de Europa ahogaran la insurrección polaca en sangre hasta la rendición firmada el 2 de octubre. En cierto sentido, la insurrección de Varsovia fue el preludio de la guerra fría, que en las confrontaciones por delegación -China, Corea, Hungría, Vietnam, Centroamérica y África- fue mucho más sangrienta de lo que los europeos están dispuestos, incluso hoy, a reconocer.
Sobre los Cárpatos se produjo el 29 de agosto el Alzamiento Nacional Eslovaco, la insurrección más desconocida de las tres. Eslovaquia se había independizado con apoyo de Hitler en marzo de 1939. Al margen de sendos partidos étnicos -el alemán y el húngaro- Eslovaquia fue regida por un régimen nacional-católico de partido único liderado por monseñor Jozef Tiso. Este régimen se caracterizó por su furibundo anticomunismo y por su antisemitismo. Ante el avance soviético de ese verano, el ejército eslovaco liderado por el prestigioso general Catlos (en la foto) juzgaba prematura la insurrección, planificada coordinadamente con el gobierno checoslovaco en el exilio de Londres y los servicios secretos especiales de los Aliados occidentales.
Pero ésta se precipitó por la ocupación efectiva de Eslovaquia por parte de los alemanes dentro del marco que, tras la defección de Rumania y de Finlandia, también llevó a la ocupación de Hungría. Los soviéticos, interesados en debilitar el frente alemán de los Cárpatos, auxiliaron la insurrección mediante el envío de suministros aéreos y unidades paracaidistas checoslovacas, formadas en torno a prisioneros eslovacos tomados a partir de 1941 por la Unión Soviética. Para finales de octubre, la insurrección en Eslovaquia se había transformado en guerra de guerrillas, que persistió hasta el posterior avance soviético en la primavera y la final insurrección de Praga, única de las insurrecciones nacionales en Centroeuropa que, por hallarse cercanos los Aliados occidentales, tuvo relativo éxito y consintió el breve interregno democrático entre 1945 y 1948 en Checoslovaquia.
En 1947, una inmensa mayoría de los actores principales entre aquellos alzamientos nacionales estaban muertos o presos. Monseñor Tiso, juzgado por alta traición y crímenes de guerra, fue ahorcado en Checoslovaquia el 18 de abríl de dicho año.
Como en demasiados católicos en toda Europa, los miedos y ambiciones de Tiso pudieron más que su proclamada fe. Ni tan siquiera repararon en la doctrina que emanó desde la Santa Sede el 14 de marzo de 1937, suficiente condena del nazismo para cualquier católico con sensibilidad y verdadera fe: Mit Brennender Sorge.
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