Desde este minarete personal se comprueba que algo se mueve, y mucho, a derecha y a izquierda, para bien de toda España.
Que el rojo de Joaquín Leguina haya publicado este fin de semana en el muy conservador periódico económico La Gaceta de los Negocios el artículo abajo transcrito, es prueba de que la España que es, la de todos, tiene futuro.
Desde luego, con los que siguen inmediatamente no se podrá contar para nada si no piden perdón, reducen a sus propios insumisos, devuelven todas las armas sin excepción y quedan a la espera de lo que decidan todas nuestras gentes en elecciones libres de todo miedo, de toda coacción.
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La fábula
Joaquín Leguina
Muchos ciudadanos del mundo creen a pies juntillas que la historia navega a base de conspiraciones encadenadas en el tiempo. Y esa atracción fatal por las teorías conspiratorias no tiene su origen, como le ocurrió a Don Quijote, en un empacho de literatura. Libros que, por cierto, nunca han dejado de tener éxito, desde Alejandro Dumas a Dan Brown, defienden la existencia de una gran conspiración.
Ante un mal o un crimen siempre es más atractiva la explicación conspirativa que cualquiera otra. Así, sobre el origen del sida se ha pensado en muchas explicaciones conspirativas, algunas se han quedado en la literatura pero otras no. De ahí que, según una encuesta realizada al inicio de los años noventa, el 27% de los afroamericanos residentes en los Estados Unidos pensaba que el Gobierno norteamericano había creado la epidemia y, entre ellos, el 15% de los encuestados creía que el sida había sido inventado con el único fin de matar a los negros.
Puede pensarse que ese síndrome conspiratorio sólo nace y crece en Norteamérica, pero no es así. Los europeos compartimos idénticos mitos y es en Francia donde nacieron, antes que en ningún otro lugar, la mayoría de estas fábulas. Y nacieron en Francia porque fue allí donde existió, por primera vez, una prensa libre, tal y como la conocemos hoy. Judíos, masones, jesuitas, templarios... fueron (y son) a menudo los protagonistas, aunque hoy hayan sido sustituidos con ventaja por la CIA u otros servicios de los llamados —no sé por qué— de inteligencia.Las teorías conspirativas responden a una metodología que se puede resumir así: no son necesarias las pruebas, basta con analogías o con coincidencias bien adobadas con grandes dosis de exageración y, sobre todo, se trata de confundir secuencia y consecuencia: si un suceso ocurre a continuación de otro, el segundo ha de ser consecuencia del primero.
En toda narración conspirativa suelen aparecer elementos como documentos secretos, métodos de deducción inquisitoriales, culpables por asociación, desertores o arrepentidos que cuentan historias que nadie se molesta en contrastar, ausencia de documentación solvente.
La última historieta conspirativa a la que han tenido acceso los españoles y que aún colea es la conspiración del 11 de marzo y responde a esos mismos principios de analogías, coincidencias, exageraciones, traiciones, etc... Se trata de una trama (todavía sin desvelar, pero todo se andará) que es la que verdaderamente propició, dirigió y ordenó los atentados del 11 de marzo en Madrid en los que fueron asesinadas casi doscientas personas.
No se niega que los autores materiales de los atentados fueran los fundamentalistas islámicos, muchos de los cuales se suicidaron después en Leganés, pero asegura que no estaban solos. Existe, cómo no, una conexión extranjera (del Gobierno marroquí, para más señas) y un cerebro español que movió con habilidad a los vendedores asturianos de dinamita, a policías, a guardias civiles corruptos y/o traidores... y —ahí va la gorda—también movió a ETA. De poco ha valido que esta fabulación ponga en tela de juicio las actuaciones —antes y después del atentado— de toda la Policía española y toda la instrucción judicial del sumario. No sólo hay mucha gente tan mal pensada que se cree la fábula, también se trata de avalar, aunque sea con toneladas de mentiras, las falsedades que intentó vender urbi et orbe (en Madrid y en la ONU) el Gobierno de Aznar después de los atentados y según las cuales eran los de ETA los que habían puesto las bombas en los trenes.“¿Alguien puede creerse que un atentado así pueden prepararlo cuatro moritos en Lavapiés?”, se preguntaba —muy socrático él— el diputado navarro Jaime Ignacio del Burgo. Y mientras toda esta con-fabulación se estaba montando y actuando, ¿qué hacía en el Ministerio del Interior el señor Acebes?, me pregunto yo.
En fin, qué se puede esperar de un país que estuvo regido durante casi cuarenta años por un individuo que sostuvo hasta su muerte que todos los males de España se debían a una conspiración judeo-masónica-comunista.
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