Siempre de la mano de Chávez, y también bajo la advocación del gallego Fidel, pasó con Morales, con Ortega y con Correa. Las investiduras de presidentes de repúblicas iberoamericanas por parte de chamanes, realizadas antes de los actos propiamente políticos de asunción del poder, causan estupor.
Pero, aún más, debería causar escándalo el silencio de los comentaristas por oficio ante dichos hechos. En especial, los comecuras hispanos mantienen una insufrible distancia respecto de esas prácticas de llamada reivindicación indigenista.
Cierto es que las juras, expresión de compromiso religioso en los asuntos terrenales por parte de los políticos, siguen estando vigentes en Occidente.
Por ejemplo, no hace mucho, hablando con amigos judíos, hubo ocasión de diferenciar entre jura y promesa en las tomas de posesión de los cargos públicos en España. Los de derechas, frente al crucifijo y posando la mano sobre la Constitución suelen jurar. La izquierda y los creyentes católicos que creen firmemente en la separación entre Iglesia católica y Estado en España, suelen prometer. La aclaración fue precisa en una conversación sobre la noticia de que el primer congresista estadounidense de religión musulmana había insistido jurar sobre el Corán en su toma de posesión en vez de sobre la Biblia, tal cual es norma en la nación norteamericana.
Pero, en rigor, las investiduras por parte de los chamanes en Iberoamérica suponen el reconocimiento de la primacía de los cultos telúricos por parte de los políticos que a ellas se someten. Esta actitud hacen retroceder política, social e intelectualmente a las dichas repúblicas iberoamericanas hacia un pasado indeseable: aquel en el que el sacrificio ritual de seres humanos era norma aceptada en las civilizaciones y culturas establecidas en esas tierras, antes de 1492.
En Occidente, especialmente en Europa, el asunto no debería pasarse por alto. Cierto es que nuestro hedonismo ha dado paso recientemente a la implantación de la moda del New Age, en la que confluyen irracionalmente componentes, entre otros, del hinduismo, del budismo, del sufismo islámico y de los cultos saturnales de la antigüedad clásica europea y… americana.
Pero el culto a las fuerzas de la Naturaleza, pues de eso se trata, pese a que se presente de un modo atractivo y muy pacifista en este segundo milenio, es el mismo que no hace mucho, en términos históricos, alimentó las peores matanzas cometidas en la historia de la Humanidad.
Ese culto renació intelectualmente en las elaboraciones románticas e historicistas sobre supuestas edades de oro en el pasado de la Humanidad que, dieron lugar, desde finales del siglo XVIII –Rousseau, ese cínico autor-, no sólo a las argumentaciones nacionalistas, sino, a su través, a los totalitarismos. Los conceptos de comunismo primitivo o de volkgeist fueron argumentaciones cientifistas perversas sobre las que se construyeron las maquinarias burocráticas de los perpetradores de las grandes masacres del siglo XX, tras aquel ensayo general con todo, ¡en nombre de la razón!, que fue el Terror durante la revolución francesa. En esa reciente tradición y unidos por el ejemplo estalinista, el “vienés” Hitler llevó hasta su límite tal criminal perversión en Europa y el “parisino” Pol-Pot hizo lo propio en Asia.
En los sustratos intelectuales y expresiones simbólicas de las tradiciones y familias políticas en España esas improntas del pasado reciente persisten en nuestros días, apenas atemperadas por el comportamiento racional en oposición a las urgencias propagandísticas, por fuerza simplificadoras.
ETA, así, es el exponente máximo en España de la suma de perversiones a que conducen las ideologías de la edad de oro, del comunismo primitivo y del volksgeist, más o menos latinizadas en su caso por la tradición legitimista de raíz católica, esto es, el carlismo. Sus asesinatos ayudan a ritualizar las relaciones de poder que la banda criminal y sus epígonos políticos e intelectuales quieren establecer o, tal vez, tan sólo mantener.
Acaso no sea ocioso señalar que, como última bandería en las Provincias Vascongadas y en el viejo Reino de Navarra, ETA puede calificarse de residuo reeditado de un pasado anterior, no a 1833, sino a 1492. ETA poco tiene que ver, si algo, con los vascongados y navarros felizmente latinizados que, junto a otras gentes hispanas y bajo las órdenes de extremeños como Hernán Cortés y Francisco de Pizarro, eliminaron las prácticas sacrificiales de los chamanes que mandaban en las civilizaciones y culturas de la América prehispánica.
Unas prácticas que, hoy reeditadas y unidas al grito de "Patria y Socialismo o Muerte", si parecen ser del gusto de esa bandería criminal. No en vano, el vocero Otegui, en entrevista mexicana, declaraba que los vascongados éramos los últimos indígenas de Europa, sometidos a similar situación de exterminio que los amerindios, hecho que hacía que indigenistas y abertzales compartieran la misma lucha común contra las imposiciones de la globalización… iniciada en 1492.
Por cierto, estos abertzales jamás se identifican con los judíos, expulsados de España en 1492 para beneficio de los hidalgos limpios de sangres impuras nacidos en las Vascongadas y en Navarra. Envidia de castellanos viejos y de súbditos de la de Aragón, por tal condición tenían preeminencia, formal hasta el siglo XIX e informal hasta hace nada, para la obtención de los oficios de la Monarquía hispana y, luego, del Estado español…
Y es que, para aviso de visigóticos adalides de la supuesta edad de oro del castizo catolicismo españolista que localizan en el III Concilio de Toledo, estos abertzales, pese a todo latinizados racistas, consideran como aquellos, que el resto de los españoles son poco más que marranos, moriscos, herejes, masonazos, rojos o separatistas antipatriotas vergonzantes. Así, Mariano cuando afirma que para ser presidente del Gobierno de España hace falta algo más que ser español y mayor de edad.
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Sobre el debate político en España, bajo las excusas que brinda ETA con sus crímenes, poco más tengo hoy que decir públicamente.
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